Esteban no quería irse aquella noche sin saber
algo más de ese Dagón que había estado involucrado de alguna manera en una
época tan fructífera y agitada de su vida, aunque con tan terrible desenlace.
En aquel oscuro antro llamado “V. O.” (‘Versión Original’, al parecer,
aunque no había ni una sola imagen cinematográfica a la vista), tomó en la
barra un par de copas con el presidente de la Sociedad Esotérica,
antes de atreverse a dirigirse al parlanchín norteamericano. Se presentó como
profesor de historia –de instituto, recalcó– y gran aficionado al ocultismo, y
le pidió su tarjeta, pues tenía intención de aprender más cosas de aquellas tan
interesantes, incluso conocerles, a ellos, más a fondo, y quizá “enrolarse” en
su fascinante proyecto. Álvaro Matheus, sonriendo todo el tiempo, accedió con
gusto.
–Muy bien, Esteban. Aquí tienes mi teléfono.
Pero, una mera cuestión previa, ¿te consideras esotérico o exotérico? Cuéntame,
¿has estado en algún… sitio, antes? Ya sabes.
–Bueno–, contestó Esteban, dejando caer la
cabeza a un lado, indeciso, y añadió, mintiendo–: Aparte de mi interés, bien
ejemplificado en mi nutrida biblioteca, hace unos años me metí en una especie
de secta satánica, sólo con ánimo de llevar a cabo una investigación superficial,
para una revista literaria. No llegué muy lejos.
–Ah, claro. O sea, que dices que no es otro el
motivo de que hayas acudido a la conferencia.
Esteban asintió con una sonrisa, aunque no
comprendía la alusión que se le hacía.
Matheus lucía un traje impecable con chaleco de
seda, y definitivamente le caía simpático, pese a que tenía una forma de reír
algo mema, como a golpes de papada; contaría unos cincuenta años, algunos menos
que Demianovich. Aseguró ser ingeniero industrial y trabajar para una compañía
eléctrica. ¿Cómo habría acabado un tipo elegante como aquel interesándose en
esos temas, y sobre todo en H. P. Lovecraft? Entre trago y trago, salió a
colación el extraño aspecto del muchacho preguntón de la conferencia. Trives
mostró interés por saber si el muchacho estaba o no en lo cierto. Matheus le informó
de que se había referido al I Ching, el Libro de los Cambios, el clásico
tratado chino de artes adivinatorias. Bebió su ginebra y soltó una risotada
tonta, buscando su asentimiento.
–¿Sabes una cosa? –agregó, palmeándole el
hombro–. Hay que ser chino para entenderlo. Eso a mí me supera. Seguro que el
profesor no tendrá inconveniente en informarte de todo lo que quieras saber
sobre el particular –e hizo un gesto con la cabeza en dirección al
norteamericano.
Esteban miró a donde le indicaban y casi se
sorprendió al divisar al gran hombre, con un cigarrillo en la mano, repantigado
muy a sus anchas en un asiento corrido pegado a la pared. Había varias bebidas
en la mesa baja que tenía delante. El ambiente desenfadado, las luces
cambiantes y la insustancial música de fondo contribuían a despojarlo de toda
su gravedad didáctica. Ya sin chaqueta, charlaba con el chico que había visto
guardando la entrada. Con ellos, en silencio, estaba la guapa chica que lo
acompañaba, a la que, por cierto, la minifalda se le había subido hasta mucho
más arriba de las rodillas.
Poco después se acercaron a la barra otros
conocidos de Matheus, que le abordaron ruidosamente, y Trives vio en ello la
ocasión de escaparse, sin que se notase mucho, rumbo al foco de su interés.
Demianovich, al advertir su avance, hizo algo
por demás desagradable. Dio un discreto, pero notable empujón en el pecho a la
chica, quien se levantó al punto, contrariada, seguida por el muchacho.
–¡Mi querido amigo! –empezó Demianovich, cambiándose
el cigarrillo de mano y extendiéndosela para estrecharla. Con rápido ademán apartó un
abrigo para hacerle sitio en el lugar que había ocupado la chica.
–Oh,
please, excuse me, sir –dijo Trives, tomando asiento.
Empezaron a hablar con fluidez en spanglish.
–En absoluto –dijo Demianovich–. Perdóneme
usted por no haber podido atenderle antes. Son estos jovenzuelos trepadores que
no te dejan en paz ni un segundo. Ellos son mi tormento, aunque, a veces,
también mi solaz –añadió, guiñando un ojo.
Una camarera pasaba por allí, y Trives le hizo
una seña. Pidieron whisky y vermú, y enseguida se enfrascaron en la charla. Trives
observó al instante que, en contra de lo que había supuesto, el universitario
no estaba bebido.
–¿Es usted escritor? –quiso saber abruptamente
éste, mirándole con sus inquisitivos ojillos azules.
–Oh, he estudiado historia del arte; doy
clases.
–No es escritor. Sin embargo ha estudiado historia
del arte, luego es usted artista –apagó la colilla en el cenicero.
Trives enarcó dubitativamente las cejas.
–Bueno, nada más que profesor, como usted.
Pero, ya sabe, de high school,
enseñanza secundaria; niños, adolescentes...
Demianovich lo miró de hito en hito.
–Si no es artista, qué desea usted de mí –dijo,
encendiendo con displicencia otro cigarrillo.
–Perdone, no le comprendo –se inquietó Trives–.
Sólo quería preguntarle…
Alguien debió tocar sin querer el volumen
de la música en ese momento y empezó a escucharse a todo volumen el manido Hotel California de los Eagles. El
profesor hizo un ampuloso gesto de fastidio e indicó con un gesto de la mano a
alguien que se acercase. Era el muchacho de antes, el portero de la
conferencia, que permanecía como castigado allí cerca, de pie en un rincón. No
había rastro de la chica. Cuando el chico se hubo aproximado, Demianovich lo
tomó por el hombro y le dijo algo al oído. El muchacho sonrió mansamente y se
alejó de nuevo en dirección a la barra.
–Disculpe. Es que no soporto este tipo de
música –dijo Demianovich–. ¿Qué le estaba diciendo?... Ah, tonterías. Sea.
Hablemos de literatura, pero quiero que comprenda que yo no soy lo que se dice
un experto en la materia. Usted quiere saber cosas de Lovecraft, y yo no sé si
voy a poder ayudarle. Me interesa mucho este autor, desde luego, aunque desde
otro punto de vista. He estudiado muchas cosas en mi vida, pero, a día de hoy,
digamos que solo deja de aburrirme la astrofísica. La religión, en fin, también
de gran importancia, la dejo para otros más preparados. Usted ha tenido ocasión
de escucharme. ¿No? ¿Ha leído usted el relato de Lovecraft? Ese que empieza I am writing this under an appreciable
mental strain… Exhibe usted un buen nivel
de inglés, por lo que veo.
–Bueno, creo que podría seguirle: «Escribo esto
bajo»…
El profesor dio una calada al cigarrillo y un
sorbito a su whisky con agua.
–Exacto: Bajo
una gran tensión mental. Usted se interesaba –agitó el cigarrillo en el
aire– por las fuentes del relato, si mal no recuerdo, y qué relación podía
guardar la propia historia con el tema de la conferencia. En esta obrita de su
primera época (algunos afirman que se trata de su primer cuento), estaremos de
acuerdo en que Lovecraft no se lució en exceso. La trama es convencional y deja
la sensación de algo, desde el punto de vista literario, muy visto y trillado. Poco parece aportar a
su obra la figura de Dagón, gigantesco monstruo escamoso. Mejor dicho, en nada
mejora a sus otras monstruosidades: Cthulhu, Nyarlathotep, Azathoth, etc. En Dagón, y usted no lo ignora, se menciona
El paraíso perdido, a Poe y a
Bulwer-Lytton, también a Gustavo Doré, ¿eh? ¿Conoce el pasaje concreto de El paraíso perdido? Se encuentra en el
Libro I y en él se menciona a Dagón como un «sea-monster», un monstruo marino.
»Lovecraft, al final del relato, menciona al
dios-pez como una ‘leyenda’. Ahí puede decirse que terminan las referencias
históricas y literarias. Más nos admira, en efecto, la propia leyenda surgida
en torno al autor, y el caso único de desarrollo por parte de un colectivo de unos
mitos de su estricta invención, los cuales han dado lugar, desde entonces, ininterrumpida
y nutridamente, a nuevas leyendas y obras literarias, artísticas y
cinematográficas, incluso han estimulado el nacimiento de algunas sombrías
sectas. ¡Ja, ja! Nada que ver, dirá usted, con el tema de la conferencia de
hoy. Pero es que la historia es mucho más compleja de lo que parece».
Demianovich se incorporó, apagó el cigarrillo en el cenicero y,
tomando su copa, bebió otro sorbito de whisky. Luego levantó con gesto teatral el
vaso en alto, lo auscultó como con admiración, y dio otro sorbito. Dejó el vaso
a un lado y apoyó los codos en las rodillas.
–Sí, como le digo, no es fácil de abordar. Me
pone en un compromiso. No sé cómo hacerlo. El tema es sumamente difícil;
enrevesado, complicado, ¿O.K.? Los Primordiales. ¿Ha oído usted hablar de Los
Primordiales?
–Los dioses ancestrales que aparecen en los
Mitos.
–Ya he dicho en la conferencia que hay algunas
culturas antiguas que los mencionan. Algunas, semíticas, bien conocidas y
escudriñadas, que los vinculan a Baal, también a Dagón (que, no nos engañamos,
en realidad se trata de una deidad secundaria), Astarté, etc. Conozco alguna sociedad
secreta que practica idéntico culto. Piense, por ejemplo, en los misterios que
rodean a la antigua masonería. Imagine que yo mismo perteneciera a una de esas
sociedades, y que esa sociedad estuviese muy bien, digamos, imbricada en el mundo, ¿me explico?, hallándose introducida
en importantes instituciones y… lugares difíciles de creer. Piense que dicha
sociedad poseyera un buen cúmulo de información privilegiada sobre determinados
asuntos del mayor interés. Información de todo género: política, económica,
científica.
Auscultó, algo intranquilo, a su joven
acompañante, pero éste, en apariencia, asimilaba sus palabras sin ningún
sobresalto. Demianovich prosiguió.
–Imagínese que para algunos «Dagon» fuese en
realidad un nombre en clave de un proyecto científico ultrasecreto, y que para
otros, tal vez ajenos a ello, siguiese guardando el viejo sentido de un objeto
de culto prohibido… Pero veo que mi joven amigo empieza a perder interés en lo
que digo. Usted empieza a verme como un simple charlatán. ¿Ha mirado mi copa?
Cree que he bebido de más... –Hizo un chistoso gesto de reconvención con un
dedo–. Quizá no le falte razón, pero espere, espere un instante. Para que no
siga dudando de mí, le mostraré mis credenciales.
Esteban había aprendido de su padre que un
hombre nunca debe mostrar sus cartas en primer lugar ante un desconocido en
exceso habilidoso, pero, aunque no daba señales de ello, llegados a este punto,
su cabeza se había convertido en una olla a presión. No sabía a qué atenerse.
Desde luego no le estaban sacando de dudas. ¿A dónde pretendía llegar aquel
tipo? ¿De qué puñeteras sociedades y cultos secretos estaba hablando?
El profesor rebuscó en la americana que
descansaba a su lado en el asiento, y extrajo su cartera de piel del bolsillo
interior. La abrió, barajando ante los ojos de Trives varias tarjetas. Este
observó que una de ellas era un carné de Biblioteca de la Universidad de
Suffolk, curso 1998/99. Figuraba el nombre y cargo del profesor, lecturer, junto a su fotografía matasellada.
–¿Esto no le parece suficiente? No hallará
dificultad en comprobarlo buscando en Internet, o en cualquier anuario de la
universidad. Pero, espere, tengo algo mejor para usted. Esto, seguro que le
demostrará que no le engaño.
Dio vuelta a la americana y de otro bolsillo
interior extrajo un sobre pequeño. Abrió la solapa. En su interior había una suerte
de cartulina brillante y oscura. Se la entregó a Esteban, quien la tomó con una
mano y depositó su bebida en la mesa con la otra. Al primer vistazo, abrió mucho
los ojos, separando el objeto a tres cuartas de su rostro para ver mejor.
Luego, sin apartar la vista, movió la cabeza, parpadeando nerviosamente.
–¡Uf! ¿Qué demonios es esto?
Demianovich arrugó con gesto perverso los labios.
Sus mofletes pecosos, gordezuelos como los de un chiquillo, resplandecían de
satisfacción.
–Mírela, mírela bien. ¿Qué le sugiere la
imagen?
–Parece… –Trives volvió a tomar su copa y dio
un trago rápido.
–Dígalo.
–Un fotograma de una película. Un… Cristo, como
en tres dimensiones. Esa perspectiva, esos colores. ¿Qué es? ¿Un holograma?
–¿De qué habla? ¿Con esa viveza, esos colores?
Si se fija usted bien se dará cuenta de que no puede tratarse de un holograma.
Trives negaba con la cabeza, sin comprender. En
ese momento se dio cuenta de que Matheus los observaba desde la barra con sumo
interés.
–¿No lo ve, amigo Trives? –insistió el
científico–. Usted es español, y debe ser cristiano, presupongo. ¿Acaso no
debería persignarse? ¡Lo está viendo!
Esteban miraba al profesor estupefacto, pero al
punto se suscitó su indignación. Esgrimió defensivamente su copa.
–What the hell do you mean, sir?
–Fíjese, vamos, vamos. ¡Podría
tratarse del propio Cristo! ¡El mismísimo Jesús de Nazareth en la cruz! Pero,
escúcheme bien: de su imagen exacta y verídica. Él en persona. El dios hecho hombre
que vivió en Galilea hace dos mil años.
Trives volvió a mirar la tarjeta, sujetando el vermú con
la otra mano. Luego miró al hombre de hito en hito. Le devolvió la tarjeta, y
simplemente le salió una torpe risotada.
–Ese acento suyo tan peculiar –dijo al serenarse–.
¿De dónde demonios es usted, profesor Demianovich?
Éste ni se inmutó. Era evidente que no lo tenía
todo perdido.
–Comprendo. Es una larga historia. Casi hablo
mejor el francés. Verá, resulta que me crié en Nueva Orleáns. ¿Conoce la
ciudad? ¡Oh! ¿Tampoco en esto me cree? Bueno, ahora vivo en otra ciudad,
Providence, Rhode Island. ¿La conoce? Créame, es usted maravilloso. Escúcheme bien:
tiene usted que venir a vernos. ¡Está invitado!
© José L. Fernández Arellano (Nº R. P. I.: M-006562/)
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